Si nos planteamos
el alcance de los valores éticos en la actualidad podemos percatarnos, sin
grandes dificultades que nos estamos enfrentando a un problema de crisis de
valores y que la misma está afectando, particularmente, a los sectores más
jóvenes. Más allá del tópico, la crisis de valores atenaza a la sociedad de
nuestro tiempo y, por tanto, conviene preguntarse cuáles son las medidas que
puedan aplicarse para evitar, que de continuar esta tendencia, se produzcan
daños irreparables en los comportamientos éticos y solidarios que se reclaman
de cualquier sociedad civilizada.
Si nos preguntamos
qué queremos decir con la búsqueda y la vivencia de valores de carácter ético
habrá que tener en cuenta que la ética estudia a la moral, partiendo de la base
de que etimológicamente lo ético se relaciona con la moral y con lo relativo al
carácter (Corominas, Diccionario Etimológico) y, a su vez, moral se relaciona
con costumbre o manera de vivir. Estas raíces etimológicas nos están dando la
pauta de que los valores éticos generan costumbres y comportamientos acordes
con la virtud. En definitiva, alcanzar, como decían los griegos clásicos, lo
que es bueno, lo que es justo y hasta lo que es bello, ya que lo que es bueno y
justo debería ser por naturaleza bello.
Parece evidente que
si los avatares de la historia van haciendo de las costumbres figuras de
comportamiento que varían según los lugares y los tiempos irán surgiendo
criterios morales y éticos que también pueden resultar variables según las
circunstancias geográficas o temporales; así lo que pudiese resultar inmoral en
el siglo diecinueve no lo es en el siglo veintiuno.
Sin embargo, la
humanidad reclama normas éticas que no se encuentren sometidas a los vaivenes
de las costumbres. Esto nos sugiere la idea de que puedan catalogarse ciertos
comportamientos humanos que no deberían estar sujetos a las modas o tendencias
de cada época y, de este modo, podríamos hablar de una moral temporal, más
vinculada a las costumbres y de una moral atemporal más vinculada a las
esencias de la naturaleza humana en el marco de una ética atemporal y de
carácter universal.
Esta diferenciación
nos permitiría especular sobre la idea de que la voz moral estaría condicionada
conceptualmente a lo permutable mientras que la voz ética podría
conceptualizarse como más afín a aquello que permanece inmutable, a aquello que
como diría Pico de la Mirándola se relacionara con la “dignidad del hombre”
(Pico de la Mirándola, Discurso sobre la dignidad del hombre).
De tal modo,
podríamos avanzar en nuestra reflexión apuntando la necesidad de diferenciar
entre las costumbres sujetas a lo transitorio y mudable, más acorde con los
llamados criterios morales, y los comportamientos basados en la ética que no
deberían estar sujetos a las modalidades de espacio y tiempo, sino que deberían
permanecer inalterables como custodios de la naturaleza humana.
El siglo veintiuno,
todavía deudor del siglo pasado no ha encontrado, aún, como es lógico en la
dinámica de la historia, sus propios condicionantes y bebe y depende de las
costumbres elaboradas en el siglo veinte. Sin embargo, el siglo pasado no es un
momento de la historia que pueda enorgullecer a la estirpe humana dado que en
él se han conjugado los crímenes más atroces contra la humanidad por razón de
raza, credo o color.
Los avances
tecnológicos experimentados durante el siglo veinte no han sabido encontrar un
punto de referencia que dignifique a los seres humanos, sino que, por el contrario,
ha resultado altamente desmoralizador ya que ha arrancado de cuajo los valores
esenciales de la condición humana arrastrando a la sociedad contemporánea a una
carrera desaforada por el consumismo material y a una lucha de todos contra
todos. A diferencia de lo que proponía el estoico Séneca de que homo sacra res
homini (el hombre es cosa sagrada para el hombre) se ha impuesto la máxima
hobbesiana de homo homini lupus est (el hombre es un lobo para el hombre) pues
como ha apuntado Plauto, lupus es homo homini, non homo, quom qualis sit non
novit (lobo es el hombre para el hombre y, por tanto, no es hombre cuando
desconoce quien es el otro).
El modelo
tecnotrónico de la modernidad ha socavado los cimientos de la conciencia humana
a tal punto que el desarrollo tecnológico ha hundido a la humanidad en el
desconcierto y la incertidumbre de no saber cuál es el derrotero que debe tomar
ya que ha apoyado sus valores en lo efímero. La sociedad consumista de nuestros
días se afirma en el desarrollo de la ciencia y la tecnología para someter a
los ciudadanos al cambio de instrumentos y aparatos que constantemente van
innovando pequeñas mejoras por lo cual, por señalar algunos ejemplos al uso, un
teléfono móvil no debe durar más de seis meses, un televisor más de dos años o
un automóvil más de tres.
Si a ello unimos la
dinámica social de la red Internet podemos agregar un factor más de
transitoriedad pues si bien las comunicaciones se han visto favorecidas por la
red hay que reconocer, también, que se trata de un factor de alteración social
que puede llegar a perturbar los comportamientos humanos generando, por
ejemplo, redes de pedofilia, de comunicaciones terroristas, de venta de
productos falsos, de redes de delincuencia, o agresiones personales a la imagen
de personas o instituciones con la mayor impunidad y bajo el sacrosanto reclamo
de “es que lo dice google”, esa nueva Biblia de nuestro tiempo.
Se ha dicho que el
siglo veintiuno se enmarca en la era de la globalización. En efecto, este
fenómeno de carácter universal ha trastocado por completo los esquemas de
comportamiento de la sociedad de nuestro tiempo. Se trata de un fenómeno
complejo de difícil definición que abarca un proceso poliédrico de
comportamientos sociales, económicos, culturales y ecológicos y que se apoya en
los avances tecnológicos, fundamentalmente a través de las redes digitales.
El fenómeno de la
globalización ha trastocado la noción clásica de espacio-tiempo en el que se
apoyaban tradicionalmente las relaciones humanas. En este sentido como apunta
Zaki Laïdi (Zaki Laïdi, Un mundo sin sentido. México, 2000) "podríamos
definir la globalización como un movimiento planetario en el que las sociedades
renegocian su relación con el espacio y el tiempo por medio de concatenaciones
que ponen en acción una proximidad planetaria bajo su forma territorial,
simbólica (la pertenencia a un mismo mundo) y temporal (la
simultaneidad)", en definitiva, lo que él ha llamado el "fin de la
geografía".
De este modo, las
llamadas “lógicas espaciales-temporales” se han visto alteradas como
consecuencia de la globalización y han galvanizado los límites espaciales, es
decir el espacio y el tiempo, como coordenada necesaria para recorrer ese
espacio. (Faramiñán Gilbert, Globalización, Sociedad Civil y Derecho
Internacional, Madrid, 2005), pues como ha apuntado Ian Scholte, (Ian Scholte,
The Globalization and World Politics. An introduction to International
Relations. Oxford, 1997) todo este proceso ha llevado a lo que podríamos
calificar como “la superación de las fronteras”, es decir, la superación de los
criterios espacio-temporales sobre los que se han apoyado los Estados en sus
relaciones internacionales e incluso internas.
Todo ello nos lleva
a meditar sobre la influencia de la tecnología en la sociedad moderna y, en particular,
en lo que se ha dado en llamar la postmodernidad. Para Zygmunt Bauman (Zygmunt
Bauman, Ética postmoderna, Madrid, 2004) el contexto global de la vida
contemporánea presenta riesgos de una magnitud insospechada, incluso, apunta,
catastrófica, como los genocidios, las invasiones, las guerras, el
fundamentalismo de mercado, el terror de Estado o de credo. Sin embargo, para
este autor una esperanza recorre la ética posmoderna en la medida en que se
haga visible la fuerza moral oculta en la filosofía ética con el fin de que se
genere una moralización de la vida social. Bauman, caracteriza a nuestro tiempo
como lo que él ha llamado un “tiempo líquido”, es decir, un modelo que hace a
la sociedad flexible y voluble ya que sus valores no perduran el tiempo necesario
para solidificarse y, por tanto, no sirven de marco de referencia para generar
valores permanentes lo que crea en los ciudadanos una gran inseguridad e
incertidumbre. Este modelo postmoderno se diferencia con la modernidad, según
Bauman, ya que el modelo anterior era “sólido”, es decir, estable y repetitivo.
Todos estos cambios
están evidenciando un sistema que genera incertidumbres e inseguridades en los
diferentes planos de la existencia. Bauman llama a las ciudades modernas “las
metrópolis del miedo” y nos habla de “la fragilidad humana”. De tal manera que
se debilitan los sistemas de seguridad y de protección de los individuos, pues
se trata de un tiempo sin certezas, los esquemas de vida se fragmentan, no
sirve planificar a largo plazo ya que los tiempos son cambiantes y flexibles,
en definitiva líquidos.
La globalización y
su instrumento que es la Internet, han socavado la solidez de la sociedad
precedente en la que los individuos se sentían incrustados en sólidas
estructuras sociales como el régimen de producción industrial o las
instituciones democráticas que tenían una fuerte raigambre territorial y, como
ya he señalado, los nuevos tiempos han fracturado el binomio espacio-tiempo en
eso que hemos dado en llamar la “superación de las fronteras”.
Jacques Ellul,
(Jacques Ellul, Technique ou l’ enjeu du siècle, Paris, 1954) lo había
pronosticado en la década de los años cincuenta cuando anunció que la
tecnología era un nuevo tipo de coacción sobre la condición humana ya que
entendía que el cambio tecnológico fomentaba una deshumanización pues separaba
a los seres humanos de la naturaleza y la tradición, subordinando la rica
variedad de la experiencia humana a los cálculos del racionalismo instrumental.
Recordemos que durante la Segunda Guerra Mundial se realizaron
experimentos inhumanos con prisioneros por las potencias del Eje en materia de
medicina y los Aliados tiraron la bomba atómica sin el menor reparo
humanitario. Después de Hiroshima y Nagasaki, Albert Eistein dijo “la bomba
atómica nos sitúa ante un problema de ética y no de física”.
Como señala Carl
Mitcham (Carl Mitcham, Technology and Ethics, New York, 2005), estudios
posteriores han revelado experimentos médicos inmorales no sólo llevados a cabo
por los enemigos de la democracia, como los realizado por el Tercer Reich, sino
dentro de los propios regímenes democráticos, como el caso de tratamientos
médicos reservados sólo para las minorías o los experimentos de Tuskegee con
afroamericanos afectados de sífilis, o el uso excesivo de pesticidas en los
cultivos, o los casos de soldados y ciudadanos expuestos a dosis masivas de
radiación tal como ha ocurrido en las pruebas nucleares de Nevada y en el
Pacífico Sur, y todo ello en nombre del conocimiento tecnocientífico.
La dinámica de la
globalización nos ha llevado a enfrascarnos en la “sociedad de la información”
con claro deterioro de lo que podríamos llamar la “sociedad de la formación” en
donde se ha masificado la información dando lugar a lo que en palabras de
Bilbeny (N. Bilbeny, La revolución de la ética. Hábitos y creencias en la
sociedad digital, Barcelona, 1997) la explosión cognitiva ha traído como
consecuencia una primacía de la cultura informativa sobre la valorativa.
Estos breves
ejemplos nos están dando la pauta del deterioro ético que no sólo afecta a los
seres humanos corrientes sino que también, y esto resulta alarmante, se
encarama a los ámbitos del poder político y utiliza a la comunidad a su
beneplácito ante el silencio cómplice de aquellos que lo han detectado, pero
como en el cuento de Andersen no se atreven a decir “que el Rey va desnudo”.
En este proceso de
claroscuros nos encontramos con que en el mismo confluyen una serie de factores
que se interrelacionan entre sí en donde lo privado y lo público se
entremezclan sin tener en cuenta el ámbito de lo estrictamente personal e
individual que es donde se fraguan los valores éticos. En esta dinámica
evanescente en la que se encuentra sumida la sociedad de nuestro tiempo, como
decíamos líquida, frágil, altamente proteica y por ende poco sujeta a la
reflexión, resulta preocupante que los poderes públicos no tienen en cuenta los
valores trascendentes de los seres humanos más que en rituales “brindis al sol”
cargados de parafernalia, pero sin contenido y, por otro lado, el plano de lo
privado y familiar se encuentra cuestionado por rupturas generacionales. En
este panorama, cabe que nos preguntemos ¿hacia dónde vamos?
En el marco de esta
reflexión resultan interesantes los argumentos de Hannah Arendt (Hannah Arendt,
La condición humana, Barcelona, 1993) cuando plantea tres niveles básicos de la
acción humana. A saber: la interioridad de cada ser humano, su ámbito doméstico
y el ámbito colectivo.
En el primero de
estos ámbitos, en el que cada ser humano experimenta su propia subjetividad, es
decir, a partir de su yo interior, es desde donde se construyen los otros dos
ámbitos de la existencia, ya que cualquier acción compromete al actor en su
totalidad. El segundo de los ámbitos, surge cuando la acción humana trasciende
al entorno inmediato, es decir, a su hábitat doméstico y familiar y a las
pequeñas comunidades a las que pertenece. Un ámbito que, en cierta medida, está
protegido de lo público, donde se escuda del mundo. Finalmente, el tercer
ámbito, lo público, donde el individuo participa con el conjunto del interés
general. Si bien, en las sociedades totalitarias, lo público invade el sector
de lo privado y lacera las libertades individuales.
De esta manera,
podemos colegir que si bien todos estos ámbitos confluyen y se interrelacionan
entre sí, el primero de ellos, el de las concepciones internas, es el más
importante pues su influencia sobre los demás es edificante, siempre que parta
de bases justas y sabias. La influencia de lo individual en lo doméstico y del
pequeño entorno en lo general determina que el desarrollo de los valores
fundamentales en los individuos es un punto de partida que no debe
despreciarse.
¿En qué medida un
ser humano honesto, influye en su familia, y si llega a ejercer
responsabilidades superiores podrá incidir en la moral y la ética colectiva?
Sin duda, se trata
de una pregunta axial, en la posibilidad de que sean seres humanos sabiamente
filósofos los que logren llegar a gobernar, pero esto ya está en Platón, en su
República y en sus Leyes. En la medida en la que sean los hombres justos los
que gobiernen todo será mejor para el Estado y para los ciudadanos. Sin
embargo, esto no ocurre en nuestros días.
Un mundo
globalizado como el nuestro debería alcanzar también una ética universal que
estuviera más allá de las trochas angostas de cada momento histórico o cada
región particular, unos modelos de comportamiento generalizado que buscaran
alcanzar el respeto de los derechos fundamentales de la especie humana que con
tanto sacrificio se han podido hacer encarnar en textos ejemplares como la
Declaración Universal de los Derechos Humanos y que con sano ejemplo se
han proyectado en textos regionales europeos y americanos, con el fin de llegar
más cerca a cada una de las necesidades existenciales y que protegen con sus garantías
la dignidad humana.
Como bien nos
señala Aristóteles, en Ética a Nicómaco los seres humanos buscan la felicidad,
pero cabe preguntarse, entonces, cómo alcanzarla. El maestro del Liceo nos
ilustra con acertado engarce los pasos necesarios para alcanzar su
encastre. Si todo arte busca el bien, así la medicina busca la salud, la
construcción naval el navío, la estrategia la victoria y así, de entre todos
los bienes perseguidos el más buscado por el hombre, y sobre el que reina
acuerdo casi unánime, es aquel al que los espíritus selectos llaman la
felicidad e identifican el vivir bien y obrar bien con el ser feliz, aunque
mucho se discute sobre la esencia de la misma.
En este sentido el
filósofo agrega que la verdadera esencia de la felicidad es la posesión de la
sabiduría, si bien para otros el bien supremo es el placer, para otros los
honores, para otros la posesión de riquezas o para otros la posesión del poder.
Aunque, estos argumentos no son suficientemente sólidos pues se encuentran
sometidos a los vaivenes de la vida. Por tanto, la felicidad debe se algo
autosuficiente porque el bien final deberá bastarse a sí mismo.
De tal modo, la
felicidad debería ser la actividad de la parte mejor del hombre, es decir la
que utiliza la razón, por lo cual el acto de todo ser humano de bien “es hacer
todo ello bien y bellamente y según la perfección que le es propia, a partir de
una actividad del alma en consorcio con el principio racional”. Por tanto, la
felicidad deberá ser una actividad virtuosa y habitual, ya que de los actos
virtuosos los más valiosos son los duraderos y aquellos que lleven al ser
humano hacia una vida dichosa y de conducta recta.
En su Libro X de la
ética nicomaquea, Aristóteles nos indica que “si la felicidad es la actividad
conforme a la virtud, es razonable pensar que ha de serlo conforme a la virtud
más alta, la cual será la virtud de la parte mejor del hombre”, es decir
aquella que se deriva de la actividad contemplativa de la inteligencia. En
conclusión, la felicidad consiste en la actividad de la inteligencia según la
virtud que le es propia.
Con todo ello,
quiero señalar que en estos tiempos convulsos en los cuales nos ha tocado
vivir, el acercamiento a la práctica de valores éticos permanentes no sólo nos
acerca hacia la felicidad sino que también sirve de ejemplo y acicate a la
sociedad de nuestro entorno.
A esto me refería
con el título de esta disertación en la que hablamos del desafío de los valores
éticos en un mundo globalizado y cambiante en donde a partir de nuestro
esfuerzo personal por alcanzar el ejercicio de estos valores inmutables de la
condición humana podemos abrazar al resto de nuestros congéneres con un sentido
fraternal, en el que como nos apunta Emmanuel Levinas, “yo no soy el otro, pero
no puedo ser sin el otro”.
Juan
Manuel de Faramiñán Gilbert
Catedrático
de la Universidad de Jaén
Director
del Observatorio de la Globalización
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